PLAYAS BARCELONESAS: EL PUEBLO Y EL MAR (7 agosto 1931)

LA VANGUARDIA, 7 de agosto de 1931 
(suplemento, págs. 2 y 3)


PLAYAS BARCELONESAS: 
EL PUEBLO Y EL MAR   
por Francisco Ors
 
Estamos en plena temporada de baños. Cada temporada tiene su época, y la de baños aún no se ha prolongado en España, hasta el invierno. Pero se extenderá, estamos seguros. Con las piscinas municipales que se han proyectado y que van a empezar a construirse -con velocidad de iniciativa yanqui---en algo se ha de demostrar que la República ha entrado ya en los deportes, pues la renovación no ha de ser solamente política—, encontrará el pueblo el medio para dedicarse a la natación o al menos para lavarse el cuerpo cada día.

Estamos en plena temporada de baños, repetimos. Pero no nos referiremos al baño que tiene la hora tasada en la Barceloneta, en serie, con remojones a precio fijo; el del traje único. Que ese baño no es de placer, lo dicen las multitudes que salen de Barcelona en cuanto amanece y no regresan hasta que anochece.

Se nos objetará, por los compañeros técnicos de esta cuestión, que puesto que hablamos de natación, no debemos ocuparnos de los bañistas, que es un género de deportistas que ellos consideran aparte. Pero ¿es que hay algún campeón de natación que pueda batir records sin bañarse?

En este pueblo que tanto tiempo ha vivido—y aún sigue viviendo, a pesar de todo— de espaldas al mar, país de tierra adentro, lo primero y principal para que tengamos campeones de natación con fibra internacional es proteger al bañista y obligar a bañarse al que no lo sea, para que lo sea.

No hay diamante que no haya sido antes diamante en bruto. Ejemplos más vulgares, pero no menos claros tenemos a mano para apoyar nuestro aserto. Pero, perdón, la playa nos llama. Y ante el entusiasmo que ella despierta, ante las carreras de la gente por coger el tren y salir cuanto antes de este ambiente ciudadano cargado de humo —ilusiones, anhelos, agitación—, bajo el calor de un sol que en nada se parece al que enrojece y llena de vida los cuerpos yodados por el mar, nos sentimos arrastrados, contagiados, y también corremos, porque tampoco queremos perder el tren.


Hasta Castelldefels por un lado y hasta Mongat por otro suelen llegar los barceloneses los domingos para tomar el baño. Quien desee ir más lejos siente menos las molestias de las aglomeraciones y puede hacerlo si le place. Somos muchos los que sentimos no poderle acompañar.


La playa rivaliza con el campo en muchos aspectos. Son muchos los que no saben ir al campo si no llevan un libro bajo el brazo. Pero en la playa, hasta los libros molestan. En la playa, no hay, no puede haber tiranía de ninguna ciase, ni material, ni moral, ni intelectual. Y si alguien se empeña, como hemos visto, en llevarse un libro y leerlo bajo la protección de un toldo mientras toman el sol las piernas y los pies únicamente, no puede aprovechar las ideas que adquiere. Si se baña después, porque se mojan, y en este caso o en caso contrario, porque la intensidad con que se viven esas horas borran en nosotros todo reflejo que no sea puramente material. La salud, la energía, el vigor que se encuentra en la playa nos habla a la sangre, al corazón, a los sentidos. Nos habla al alma con sentimiento cuando la ciudad nos vuelve a llamar. Entonces, con el acopio de infiniteces que hemos hecho en la playa, podemos dedicarnos a leer, a comprender un libro. Allí hemos dejado el lastre de una semana agobiadora de actividades que tienen siempre las mismas perspectivas, el mismo camino y la misma meta. Nos hemos renovado piel adentro y piel afuera.

No se sabe nunca cuánto pesa un tienda, una «caseta» de lona, hasta que nos decidimos a desmontarla y a cargar con ella después de haberla enrollado cuidadosamente. No importa que abulte más o menos. Molesta y pesa, sin embargo, más que nunca. Pero no la abandonamos. Perderían unos con ella el refugio que más se mima y se quiere; otros, muchos, el de su «week-end», en que han pasado la noche del sábado durmiendo en las literas plegables, mientras las olas lamen silenciosamente la arena sin atreverse a avanzar medio metro una más que otra. Se nota frío en las tiendas cuando entramos en la media noche, y es preciso abrigarse. ¡Abrigarse en agosto, cuando ya no queda nieve en las cumbres más altas del Pirineo! ¡Cuando el sol ha barrido cuanto se opone al poder de sus rayos! Apenas a veinte metros de la playa, el calor sigue imponiéndose cruelmente. Al que se acerca al mar, el mar le protege.

Para los que aún estamos lejos de ser viejos, el aspecto de las playas libres de ahora nos llena de orgullo y de satisfacción, como lo sentirían seguramente los primeros conquistadores de América ante el espectáculo de tantos pueblos levantados apenas se señaló a la vieja Europa el camino del Nuevo Mundo.

Hace cinco años casi no se veían tiendas en las playas, especialmente la tienda familiar. Eso de dormir y de pasar un día entero frente al mar, parecía un acto temerario y [LA VANCUARDIA Página 3, suplemento del Viernes 7 de agosto de 1931] peligroso. El sol de un día entero—¡un día enterol— daba calenturas; y dormir cerca del mar, reuma. Ahora será que la fuerza del sol y la humedad marina habrán cambiado, pues es el caso que quienes empiezan a ir a la playa en mayo, ninguna molestia tienen que sufrir en la piel ni en las articulaciones. Ya los médicos han dicho bastante respecto a cómo debe tomarse el baño con sol y sin él para que insistamos nosotros, legos además en la materia.

Miles de tiendas se levantan gallardas en las playas barcelonesas, y el conjunto es tan hermoso, parece tan sano y libre de prejuicios el baño y los juguetes de tantas personas entrando y saliendo del mar, que no comprendemos como aún haya quien tenga horror al agua, aunque éste sea un país que tuvo una reina que no se cambió de camisa hasta que expulsó a los moros...

Las familias, alrededor de las tiendas, parecen tribus, tribus que cultivan la salud. Al amparo de la tienda, se come y se hace la siesta en esa hora en que el sol, en su cénit, lo llena todo de una inmensa calma y el mar pasa mientras tanto por una inquietud que ha de agitarte furiosamente o ha de calmarle plácidamente.

Antes o después, la playa se anima con los gritos de los pequeños y las risas de los mayores. Allá entra un muchacho joven que parece un pescador de perlas, y después de bracear con mucho estilo, se retira cansado o temeroso. A su lado, un hombre barrigudo, que apenas se mueve nadando, traslada su cabeza —telescopio humano— ¡lejos y más lejos... Entran las señoritas sin mojarse la cabeza. Alguna, no obstante, bucea como un chico malo. Hay en apariencia delicados maquillajes que no estropea el agua, el viento y el sol. Muchas no exponen su cara y sus brazos a la helioterapía y, sin embargo, parecen hermanas de un emperador de los incas... También en esta gran verdad que es el baño de playa se cometen mixtificaciones...

Aquí un pequeñín se entretiene levantando castillos de arena, mientras contempla con envidia cómo nadan su padre y sus hermanos. A instantes parece que mira más lejos, hacia donde se juntan el cielo y el mar. Y cuando regresa su padre le hace una pregunta comprometedora: —Papá, cuándo yo sepa nadar, ¿podré ver lo que hay debajo del agua?...

El regreso a la ciudad provoca las primeras molestias graves del día, como un anticipo de las que han de surgir durante la semana de trabajo en los autobuses, tranvías y metro. Alguna riña suele haber, aunque de palabras nada más. Se entablan diálogos pintorescos, y de vez en cuando suena alguna palabra que, revelando debilidad moral, acusa exceso de vigor «personal» en quien la emite. Las causas se adivinan: subir primero al tren. Esta pugna requiere cierta preparación. Ya las mujeres con el progreso feminista, se van acostumbrando a la lucha con el hombre, y si compiten con él en otros terrenos —ahora son cabellos cortos e ideas largas las suyas— la vida de la playa las dota de cierta fortaleza de temperamento, y en muchas de brazos, para que se haya terminado la superioridad masculina en estas horas de prisas y precipitaciones en que un segundo y dos quintos de retraso o de buena educación, suelen resultar fatales porque se pierde el tren o hay que sentarse en los topes.

Algún piel roja con calzón blanco suele poner la nota estridente de su valentía en el conjunto pintoresco y bullicioso de la gente. Porque admira a Girones y colecciona los resultados de Uzcudun, se cree ya un Kid cualquiera —Kid Sánchez, Kid Rodríguez— y colocándose en primera línea, contiene unos momentos la avalancha para dejar pasar a sus amigos. Pero a veces surge un «mosca», de esos que apenas llenan el traje de baño y que huyen del sol como los viandantes de los atropellos de los autos, y en su cara de hombre blanco se marca un rictus de energía... Generalmente el piel roja, dejando de lado los crochets y uppercuts que ha aprendido ante el espejo, termina el asunto con un empujón, un empujón más. Pero en otras, se cumple el final de las películas americanas y el hombre pequeño vence al protegido por la naturaleza... dándole una zancadilla. Entre los que han logrado subir primero y que contemplan regocijados el espectáculo, hay risas socarronas y palmas ofensivas para el vencido. El pueblo hace justicia.

En la estación hay tanto viajero que parece mentira que el tren haya de poderlos transportar a todos. Pero para la gente de la playa no existen imposibles. El que no puede subir al vagón por el estribo —que se ha hecho para eso— sube por la ventana, que también sirve para eso. Cunde el ejemplo con esa rapidez con que se extienden las cosas prácticas, y ante la diligencia y buen acierto de algunos, pensamos que la Compañía bien podría substituir los estribos, y con lo que ahorrara con ello, abrir más ventanillas en los coches. O hacer coches que no tengan más que ventanillas y las ruedas imprescindibles para correr detrás de la máquina. Lo que nunca se podrá substituir, serán los topes, porque, ¿dónde iría la gente que no cabe ni por las ventanillas?

La sobrecarga en el tren equivale al sobreentrenamiento en el atleta. Resbala la máquina sobre los raíles resoplando como si le costara más esfuerzo contener las energías infernales de su vientre poderoso único sitio en donde no se atreven a acomodarse los bañistas—que sus entusiasmos para correr desenfrenadamente. Al atleta sobreentrenado le sobra presencia y le falta acción. Parece que vaya a imponerse «como nunca», y le falta fondo para hacer un mediano papel. Se abulta su pecho, se hinchan sus bíceps, se lanza... y el céfiro, pongamos por viento suave, es capaz de frenar su sprint. Pero, ¿quién es capaz de frenar un tren-tranvía? —aclaremos? ¿Los sentimientos de humanidad del maquinista? ¿La prevención de la Compañía? ¿La sobra de horario? Misterios del ferrocarril.

Hemos llegado sin novedad. Las luces de la ciudad... El presidio... El desfile del... dolor. Mañana, lunes, póngase usted la corbata. ¡Y a trabajar! Hasta el otro domingo, en que nos volveremos a sentir libres, y que en medio de nuestra insignificancia nos sentiremos fuertes, animosos y humanos bajo la protección vivificadora del sol, meciéndonos en la caricia a la vez enérgica y suave de las olas.

[LA VANGUARDIA Página 2 y 3, suplemento del Viernes 7 de agosto de 1931]


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